sábado, 22 de julio de 2023

Los peligros de la nostalgia

 

        Uno de los primeros recuerdos que guardo de mi infancia es la emisión del Batman de Tim Burton que la primera cadena de Televisión Española realizó en la tarde del 31 de diciembre de 1994. Estaba en casa de mis primas, en mi pueblo y, una vez empezó, corrí lo más rápido que pude a la de mis abuelos maternos (apenas un minuto cruzando la calle) para poner a grabar la película en una cinta VHS. Las cosas eran así, con el cine y con la música: metías el casete y apretabas el botón de REC cuando te dabas cuenta de que estaban echando por radio o tele lo que te interesaba. Así las cosas, la película –que seguí disfrutando con repetida fascinación gracias a aquella grabación casera repleta de anuncios publicitarios noventeros– la concebí durante mucho tiempo sin la maravillosa secuencia de créditos inicial orquestada por Danny Elfman. El hallazgo, muchos años después, del fragmento perdido, tuvo para mí tintes de revelación prodigiosa.

El Batman interpretado por Michael Keaton con aquella inoperativa armadura de 45 kg es parte de la memoria emocional de la generación de niños que crecimos, jugamos y soñamos en los años noventa. Hace unas semanas se estrenó The Flash, nueva entrega de la saga de superhéroes de DC Comics que está tratando de echar un pulso comercial a su veterana competidora Marvel. El principal reclamo de la película era volver a ver a Michael Keaton, con 71 años y habiendo pasado más de 30 desde la última vez que interpretó al hombre murciélago, enfundado de nuevo en el traje de Batman. La película, que transita entre el puro cine de acción palomitero y la comedia norteamericana, acaba derivando en un trascendente drama con tintes filosóficos.

Pero lo emocionante para los que rebasamos la treintena era volver a ver a Keaton, en plena forma, como mentor experimentado de los nuevos superhéroes y como abuelo veterano (al parecer lo primero que hizo al volver a ponerse el traje fue pedirle a un técnico que le hiciera una foto para su nieto) decir aquello de «Soy Batman».

Las coordenadas de las que se sirve el director argentino Andy Muschietti para el festival nostálgico son las del multiverso: una compleja red de realidades paralelas en espacio y tiempo que funcionan manteniendo una relativa armonía; armonía que rápidamente –el cine se ha encargado sobradamente de demostrarlo– se puede truncar con la más mínima alteración que uno realice en cualquier inocente viaje al pasado o al futuro. Pero la premisa de partida es bastante dramática: Barry (Ezra Miller), un adolescente que compagina su actividad académica con una torpe vida sentimental y con su acción como superhéroe, vive atormentado por la muerte en misteriosas circunstancias de su madre, interpretada por Maribel Verdú. Un día decide aprovechar sus poderes para viajar al pasado y evitar el asesinato de su progenitora. Sin prever las consecuencias de esta alteración espacio-temporal llegará a otro universo paralelo en el que su madre podrá verlo crecer, pero en el que la realidad ha experimentado mutaciones de gran calado.

Será en aquella nueva realidad distópica, ensombrecida por una amenaza que remite al actual contexto bélico y en la que muchos de sus referentes han desaparecido, donde él –ahora un simple joven cuyos poderes se han transferido a su doble en ese universo– conocerá al Batman retirado. Y, evidentemente, lo convencerá para enfundarse en su traje una vez más.

En una orgía visual final en la que todos los universos se cruzan y entremezclan, el cinéfilo tendrá oportunidad de volver a ver a muchos de los superhéroes que han poblado la historia del cine y la televisión (desde el Batman sesentero de Adam West hasta el Superman de Christopher Reeve), atrapados en un tejido de paralelos mundos metacinematográficos. Barry provocará una vorágine de devastación con el deseo de alterar continuamente el pasado para evitar la muerte de su madre y sus amigos. 

 Y, finalmente, llegará a una desoladora constatación ante la confesión terminal del Batman de Keaton: hay cosas del pasado que nunca podrá alterar, aunque la nostalgia le empuje a movilizar una y otra vez sus poderes en esa dirección…en definitiva, tratar de volver al pasado tiene consecuencias.

A estas horas es difícil prever con acierto cuál será el paisaje con el que despertará España dentro de dos días. Con esta nueva política de bloques que ha sustituido al bipartidismo como forma de articular las mayorías, la balanza se inclinará hacia un lado u otro, seguramente por una diferencia mínima. Pero este resultado condicionará notablemente el camino de un país en un contexto diferente en el que, por primera vez, algunos de los derechos sociales más vigorosamente conquistados en las últimas décadas pueden estar en juego. Hay heraldos de la nostalgia que pretenden sintonizar el día y la hora en un momento histórico en el que la divergencia sexual era condenada y señalada por las instituciones. Quieren devolvernos al imaginario en el que las mujeres no eran víctimas de violencia de género, sino sujetos pacientes de «crímenes pasionales».  Y, por supuesto, clausurar el concepto de patria en un cerco reducido que sigue dejando, entre otras cosas, que se hundan en el mar multitud de proyectos de vida deseosos de arribar a nuestras costas en busca de un futuro mejor.

Piensan que es posible sintonizar con esa España que anhelan alterando, sin más consecuencias, un ecosistema social que se ha ido gestando en las últimas décadas a fuerza de alimentar tejidos y de echar raíces en los terrenos de lo colectivo, lo compartido, lo comunitario. Convendría remitirles a las palabras del viejo Batman, que ha renegado de empujar a sus seguidores a luchar por reinstalarse en los pazos de la nostalgia. Si no fuese posible con las urnas, desde los movimientos sociales tendremos la urgente tarea de recordarlo. Y, si fuese necesario, de volver a poner el corazón y las manos para reconquistar el terreno perdido.



lunes, 26 de junio de 2023

Bucear en primera clase


Kate Winslet no se acordaba del vaho durante el amor

en el camarote del Titanic

cuando dejó a Leonardo DiCaprio hundirse

mientras ella se aferraba a la tabla a la deriva

¿No ves que no cabemos los dos? le decía

ella mientras Leo, aterido,

asimilaba con resignación el desenlace.

A lo mejor Kate se estaba anticipando a que en el futuro

DiCaprio pudiese abandonarla por otra más joven al cumplir los veinticinco

(eran sus veintidós cuando ambos protagonizaron

la oscarizada película de James Cameron

y quizá ya empezaba a verle las orejas al lobo).

La cuestión es que no hubo forma de salvarle

la vida al pobre

de Leo para disgusto

de miles de adolescentes que redoblaron su presencia

en las carpetas que pudieron verse en los institutos de todo el mundo

a finales de los noventa.


Hoy sigue siendo difícil mantenerse a flote

especialmente para quienes se gastan

entre dos mil y cuatro mil euros en montarse

en una incierta patera

de plástico con capacidad

para cuarenta o sesenta personas

y rezan con una brújula en la mano

para que ningún pez golpee la proa

de ese barco imposible y para que el rumbo

no se pierda y permanezcan

doce días a la deriva

pero todavía hay valientes en este mundo

que se gastan algo más de dos mil o cuatro mil euros

en bajar a contemplar

las arterias detenidas del Titanic

y al subir insisten: ¿No veis que no cabemos todos?

mientras miran a esos niños a esos padres

aferrándose

con sus brazos muertos

al fondo del océano.




Fotografía: Cordon Press, National Geographic

lunes, 19 de junio de 2023

La ciudad de los cuatro nombres: un largo camino de ida

 

En el verano de 2019, al final de un concierto de música antigua celebrado en el marco del festival que unos buenos amigos organizan cada año en Callosa d´en Sarrià (Alicante), recibí un mensaje de correo electrónico que daba luz verde a un proyecto del que andaba tiempo detrás. El mail en cuestión, muy escueto pero entusiasta, era de Jesús Juárez Párraga, por aquel entonces arzobispo titular de la diócesis de Sucre (Bolivia): «Personalmente estoy muy entusiasmado con la iniciativa que se debe hacer realidad (…) espero me indiques qué caminos hay que seguir para hacer realidad este sueño». Semanas antes yo me había dirigido a él por el mismo medio compartiendo una especie de anteproyecto de tesis doctoral centrado en la «recuperación» (palabra que hoy me chirría terriblemente) de la música de la Catedral de la Plata, hoy Sucre.      

Quizá por la inevitable idealización mediada por el cine (imposible no pensar en las imágenes de La Misión, de Roland Joffé, subrayadas por la inolvidable banda sonora de Ennio Morricone), desde que comencé el máster en Música española e hispanoamericana de la Universidad Complutense de Madrid sentí una atracción hacia el repertorio del periodo barroco cultivado en la América colonial. Por eso, y quizá por la gran cantidad de miradas de la realidad compartidas con gente de este continente que me han aportado los caminos de la militancia social y estudiantil.

La profesora Victoria Eli, referente de la musicología a nivel internacional y casi una madre espiritual que arropa a las nuevas generaciones que nos embarcamos en el camino de los estudios americanos, me habló de los fondos musicales de Sucre y de la inquietud del prelado por la música. La ciudad –también llamada Chuquisaca– fue durante casi trescientos años sede de la poderosa Real Audiencia de Charcas y del Arzobispado de La Plata, pertenecientes primero al Virreinato del Perú y posteriormente al Virreinato con capital en Buenos Aires. El cultivo de la música tuvo aquí un desarrollo sin precedentes, del que da cuenta el fondo musical Iglesia Catedral de la Plata, custodiado en el Archivo Nacional de Bolivia: se trata del repositorio de música colonial más grande de toda América.


Así las cosas, me animé a escribir al arzobispo aportando mi currículum musical y, también, por si aquello sumaba, recabando avales que acreditaban mi trayectoria de militancia en los espacios eclesiales, las dos cosas en las que he gastado lo mejor de mi juventud. La noticia fue acogida con más ilusión, si cabe, del otro lado: el Departamento de Musicología de la UCM leyó aquella como una oportunidad estupenda que había que respaldar y aprobó la propuesta de tesis. La catedrática Cristina Bordas, que llevaba unos meses tutorizando la realización de mi Trabajo de fin de máster, accedió a ejercer como directora de tesis. 

Con todos estos apoyos se iniciaba un camino novedoso para mí. Yo, que me había formado como intérprete de piano y clave en los conservatorios superiores de Badajoz y Madrid, apenas había empezado a entender lo que era la musicología unos meses antes. Resonaban en mí las palabras del profesor Gerardo Arriaga, quien nos ha dejado recientemente:  «la musicología trata de cómo la música se relaciona con todo lo demás». En esa línea, me habían estimulado mucho los diálogos en torno a la historiografía, la sociología, los estudios de género... Y, especialmente, las nuevas perspectivas sobre la música de los siglos xvii y xviii en Latinoamérica, enfoques que superaban la mirada colonialista y eurocéntrica e incidían en una comprensión diferente de este patrimonio y su interpretación. 

Las lecturas de investigadores como Bernardo Illari, Leonardo Waisman o Javier Marín me dieron vuelo y me impulsaron. Muy diferente estaría siendo el proceso sin estos referentes científicos de primer nivel que, llegado el momento, han sido inmensamente generosos al abrirme plenamente las puertas de su casa, de su comprensión del arte y la cultura americanas, y de la misma vida.

Los meses intensivos del máster me habían amueblado la cabeza y habían sentado las bases para iniciar esta andadura. Lo que vino poco tiempo después es conocido por todos. La pandemia de la COVID-19 cercenó prematuramente multitud de vidas y puso coto a todas nuestras aspiraciones, clausurando el presente y dejando la expectativa del futuro en un suspenso plagado de incógnitas. Algunos días después del correo del arzobispo de Sucre, un chico joven –pero enfundado en atuendos antiguos y con una expresión de porte dieciochesca– me había agregado a Facebook presentándose como el maestro de capilla de la Catedral y mostrando su disponibilidad para guiarme en ese camino: Gabriel Campos.

 La pandemia hizo que este encuentro, previsto para 2020, se haya postergado nada menos que tres años. Pero el confinamiento terrible me permitió (cuando las noticias de cerca y lejos no martilleaban la paz) enfocarme plenamente en este proyecto, buscando vías de financiación y sumergiéndome en todas las lecturas a mi alcance.

En medio de todo eso no han pasado pocas cosas: el comienzo de un contrato de investigación y docencia en la Universidad Complutense de Madrid y las estancias de trabajo en el Archivo General de Indias, que abonaban el terreno para lo que estoy haciendo ahora... y, por supuesto, la primera experiencia en suelo americano en Buenos Aires, que hizo que mi mapa de afectos esté ya irremediablemente dividido por el océano Atlántico y repartido entre dos fragmentos de mundo.

Mientras escribo estas líneas estoy en una terraza de un hotel de Sucre en el barrio de la Recoleta, al pie del Sica Sica y el Churuquella, los dos cerros que coronan el nacimiento de la ciudad, a pocas horas de mi primer encuentro con el arzobispo Juárez, quien acaba de regresar de un viaje por Europa. Aunque el invierno ha irrumpido con fuerza hace un par de días con unas temperaturas que la gente de aquí no recuerda desde hace veinticinco años, le cuesta desafiar la amabilidad de un clima que nunca suele ser –por lo que dicen– ni demasiado gélido ni demasiado caluroso.  

En un mes y medio me he acompasado a Sucre en una rutina diferente, alejada del frenetismo de las grandes urbes como Madrid y Buenos Aires, y más cercana a la cadencia de la vida en mi Extremadura natal. La ciudad es, como dice Gabriel Campos, la ciudad de la música, de la gastronomía, de la historia. Sucre es también la ciudad de las genealogías. Hay una realidad que, como ha percibido Cristina Bordas en las descripciones que le he ido compartiendo desde mi llegada, discurre en paralelo a lo cotidiano, impregnada con una suerte de realismo mágico que nos conecta con el mundo perdido de varios siglos atrás. Cada edificio, cada rincón está teñido de historia. Pareciera que en algunos aspectos nada ha cambiado desde el siglo xviii. Buceando entre la documentación de archivo no es extraño encontrarte los nombres de los antepasados de las personas con las que hoy te cruzas por la calle, compartes atril en un ensayo de la Capilla musical o dialogas en torno a una mesa degustando un buen vino producido en la altura de los valles de Tarija…




lunes, 26 de diciembre de 2022

motivos para cruzar un océano

 

Se pueden encontrar muchos motivos para cruzar un océano

pero ninguno comparable a la posibilidad

de vivir dos primaveras en un mismo año.

Uno ha guardado las camisas en el ropero, dice ya fue, se prepara

para soplar las velas, comerse las uvas

y encomendarse con esperanza dudosa

a que lo mejor siempre está por llegar

cuando una mañana de noviembre te sorprende el reestreno de un sol

que ilumina lugares donde florecer de nuevo:

 

la esquina de Chile con Defensa un domingo

en el que un piano está vibrando en la calle con las tripas expuestas,

esa estación de subte en la que un músico canta una canción

que se ha sacudido la escarcha de los recuerdos

y ahora cuenta con sus viejas palabras tus nuevas historias,

la fiesta en Congreso que sigue a cada marcha

en la que pasaste de ser espectador anónimo

a garganta entregada a la causa.

 

Tarda en arrancar este colectivo

y yo, que no creo en esas cosas,

te pregunto qué significa tu signo del zodiaco

que soy una llorona, ríes, me dices

que no puedes ser infeliz

viviendo en una ciudad

donde puedes finalizar cada día

mojando tus pies en el mar.

En la ruta nos despojamos de todo

para convertirnos solo en aquello que nos mueve

como una culebra que se desprende de su piel

para arrastrarse más ligera hacia su destino.

 

Estrella fugaz de cumpleaños en una noche de verano

¿qué deseos vienes a conceder?

Atravieso el Puente de la Mujer

en medio del tránsito

de turistas intoxicados de selfies.

Una mujer llamada Flor del Valle

toca una caja chayera.

A veces me tiran un peso, viste, a veces

me dicen boliviana

la gente en la ciudad no entiende mi música.

Un canto andino de la quebrada

cercena como un cuchillo eléctrico el skyline de Puerto Madero.

 

Como esta ciudad, que le dio la espalda al río,

dos siluetas se diluyen entre la multitud

para no volver la vista atrás.

 


Imagen: @resisteysiembra

martes, 12 de abril de 2022

El currículum oculto

 

Así voy devolviéndole a Dios unos centavos

del caudal infinito que me pone en las manos.

(Jorge Luis Borges)

 

 

Mi amigo Jesús me dijo una vez que los McDonald´s tienen algo de religioso. Ante el vacío que nos hacen sentir aquellas grandes preguntas para las que no encontramos respuesta, las religiones nos invitan a sujetarnos a una (a veces, dudosa) red. Nos ofrecen seguridad frente a lo desconocido. Nos venden certezas, a coste variable. Lo mismo nos pasa al encontrarnos fuera de nuestro hogar. Cuando visitamos un país lejano a menudo desconocemos su moneda, nos cuesta saber si algo es caro o barato y, si es la primera vez, tampoco podemos adivinar, más que por referencias indirectas, si tal o cual comida nos gustará.

En ese contexto, y hasta en el lugar más recóndito del mundo, suelen avistarse, más cerca que lejos, unos arcos dorados que nos ofrecen un asidero al que agarrarnos. Ante lo desconocido, se convierten en un oasis en medio del desierto: sabemos exactamente el tipo de comida que encontraremos, su sabor y el coste que tendrá. Incluso nos imaginamos con rapidez la propia configuración interna del local (prácticamente idéntica en cualquier parte del mundo).

El capitalismo funciona así. Cuando las coordenadas cambian, nos pone delante los suficientes elementos conocidos como para hacernos sentir el confort, la ficción de la libertad de elegir. Por muy lejos que nos encontremos siempre habrá un lugar donde experimentemos, aunque no sea más que un mero espejismo, que tenemos todo lo necesario para sentirnos en casa.

Sin embargo, este sistema económico suele obviar rápidamente las variables que contemplan el cuidado y el sostenimiento de la vida. Quienes hemos elegido caminos como la música, el arte y la educación nos hemos dado cuenta de que la productividad de nuestra actividad solo puede medirse con otros parámetros. Y la carrera académica es exigente en dedicación y dilatada respecto a la posibilidad de vislumbrar un escenario de estabilidad al final de tantos escalones.

«Con el tiempo aprenderás que hay diferencia entre conocer el camino… y andar el camino…», le decía Morfeo a Neo en Matrix (2001), esa fábula moderna que nos hizo alucinar a los niños de los noventa, y que ya ha cumplido nada menos que veintinún años. Que se lo digan a ellos: imaginaron un 2199 repleto de desarrollo tecnológico, realidades digitales paralelas y saltos mortales sin gravedad, pero…seguían usando cabinas telefónicas ¡vaya! Desde luego, no conocían el camino…

Cuando decides, rozando los treinta, aventurarte a andar el camino incierto de realizar una tesis doctoral, después de haber emprendido prácticamente todas las rutas opuestas a aquellas que podían encarrilarte hacia un futuro seguro (estudiar una carrera musical, consagrar los años centrales de tu juventud a la militancia en una organización estudiantil…), la incertidumbre que se te presenta delante es la misma. Y la emoción, afortunadamente, también. Además, eliges orientar tu investigación hacia Hispanoamérica, una tierra que no has pisado nunca, pero desde la que –por alguna extraña razón– llevas tiempo mirando, pensando y sintiendo el mundo; el mundo, y la música.

    Y nos sobreviene una pandemia, que te deja en la orilla, y frena por dos años tu deseo de cruzar el Atlántico. La cosa se complica.

Y en el trayecto que comienza, la gente que bien te quiere te asesora para introducirte en un complicado entramado que requiere estrategia, trabajo, perseverancia, visión de futuro: delimitar bien tu perfil, armar el currículum…estudiar, enseñar, publicar. Calcula cada paso, pero no pierdas el alma por el camino, no te olvides de la motivación y el sentido.

Así las cosas, cuando el camino empieza a desbrozarse te das cuenta de que no es solo gracias a tu valía académica, sino a la apuesta generosa de personas que van moviendo fichas delante de ti para que el tablero se despeje de manera casi natural a tu paso: desde el profesor que te orienta sistemáticamente para tomar las decisiones acertadas a los vecinos de un humilde barrio de Sevilla que prestan unas mantas para preparar la habitación de la casa de un amigo que te acoge durante un mes de estancia de investigación. O esa familia que te recibe a 9.000 km de tu ciudad y dispone la mesa para tu llegada. Y la compañera que te abre las puertas de su hogar y su microcosmos creativo y, durante un mes, aparca su agenda para vivir desde ti y guiar tus sentidos por “mi Buenos Aires querido”.

El capitalismo y su lógica de franquicia norteamericana sacude a quien no tiene los resortes económicos y personales para soportar las embestidas, pero la historia (que sigue siendo profana y sagrada a la vez) nos habla al mismo tiempo desde las redes comunitarias que cuidan y sostienen la vida. Sin ellas, sería imposible vivir la aventura.

Hace unos días, una profesora de la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid nos contaba que, durante la defensa de una oposición a profesora titular a la que recientemente había asistido, la candidata empezó enumerando aquellos proyectos en los que se había embarcado y vivencias que “no le habían reportado nada” para su engrosar currículum académico, pero que habían definido el tipo de persona y profesora que hoy era.

El “currículum oculto”. Ese paisaje de personas, emociones y momentos que configuran nuestra biografía personal y profesional. Ese expediente que, sin computar de forma directa en los ránkings mejor posicionados, hace posible andar el camino. Y que tiene una traducción directa en nuestra forma de relacionarnos con el mundo, de aprenderlo y de enseñarlo.

Gracias.


 

sábado, 1 de enero de 2022

2022: Episodio piloto

 

Cuida de mis sueños,

cuida de mi vida.

No maltrates nunca mi fragilidad.

Pisaré la tierra que tú pisas.

(Pedro Guerra)

 

En las buenas historias de ficción –para estirar el chicle lo máximo posible– los supervillanos suelen añadir complejidad a sus poderes a lo largo de varias entregas para vencer a las fuerzas del bien. Después de infinitas derrotas, los malos siempre regresan con renovadas capacidades y ganas de venganza. Con más recursos y con más mala leche, vaya.

En Terminator 2, una de las distopías cinematográficas que con más nostalgia recordamos los que crecimos durante la década de los noventa, el viejo androide T-800 (el estelar Arnold Schwarzenegger de “Sayonara, baby”) es enviado para proteger al futuro líder de la rebelión contra las máquinas, John Connor. Pero los esfuerzos de los rebeldes, que han reprogramado al androide para proteger al niño, parece que poco tienen que hacer ante el nuevo invento de sus enemigos: el sofisticado y letal T-1000 interpretado por Richard Patrick. El T-1000 no solo tenía la misma fuerza que el Terminator original, sino también la capacidad de mimetizar su físico con el mobiliario, adoptar la apariencia de cualquier humano con el que hubiera estado en contacto y diluirse para colarse por cualquier rendija antes de volver a tomar forma humana. Tras innumerables intentos de acabar con él, el T-1000 siempre encontraba la manera de reagrupar sus moléculas para volver a la carga.


Algo así parece que ocurre con la COVID-19, aunque en este caso la distribución de culpas entre “buenos” y “malos” quizá no sea tan fácil de administrar como en la película de James Cameron. Hace varias semanas, y después de unos meses en los que la vacunación parecía habernos llevado a un contexto de control de los contagios y de reducción de la gravedad de la enfermedad, daba la sensación de que habíamos vuelto a la casilla de salida. La variante Omicron se consolidaba en la escena y la intranquilidad parecía campar a sus anchas de nuevo en nuestras vidas. De repente, todos conocíamos a alguien que había estado en contacto con algún positivo la última semana, revisábamos con arrepentimiento los últimos eventos de nuestra agenda social antes de las vacaciones de Navidad y los grupos de whatsapp se inundaban de mensajes alarmistas sobresaturados de datos e interpretaciones.

Sin embargo, esta vez había algo distinto. Ante el riesgo de caer en la histeria colectiva, en algunos foros se llamaba la atención sobre otro problema cuyos estragos, en este y en cualquier contexto, pueden llegar a ser tan nocivos como la propia COVID: la salud mental. 

Desgraciadamente, los acontecimientos de las últimas semanas ya habían llevado este tema al centro de muchas conversaciones. La soledad y el aislamiento han agudizado la ansiedad y la depresión, en la mayoría de los casos vividas en silencio y en el anonimato. Pero este no es un problema que haya llegado ahora, y está dejando cada día de ser un tabú entre la gente joven.

Quienes nos movemos en la intersección entre los millennials y la Generación Z habitamos una tierra de nadie en el desafío de mirarnos de frente para construir nuestra identidad. 

Si nos comparamos con quienes nacieron a comienzos de los 80 vemos que ellos, ellas, a menudo han podido sentar antes y con más solidez que nosotros las bases de un proyecto de familia, de hogar y de estabilidad laboral. Los que vinieron después, por el contrario, han abrazado con más normalidad cuestiones como la diversidad sexual o el carácter líquido de los vínculos emocionales, cosa esta última que a menudo a nosotros nos desconcierta y se nos escapa.

Algo que compartimos y que, probablemente, se va consolidando como una conquista importante de nuestro tiempo es el normalizar el diálogo sobre la salud mental. Hablar sobre lo que nos pasa y cómo nos sentimos es cada vez más frecuente en estos tiempos en los que la atomización individual y el enclaustramiento de los afectos se suman a las dificultades que ya teníamos para hacer que nuestras vidas echen a rodar.

Una de las series que refleja con más crudeza, pero también con enorme ternura y dosis de humor esta realidad es Pure (2018). Charly Clive da vida a Marnie, una joven con un trastorno obsesivo-compulsivo muy peculiar: su cabeza se ve continuamente invadida por pensamientos intrusivos de contenido sexual, hasta tal punto que el bombardeo de imágenes le impide totalmente desarrollar una vida normal. Tras un episodio catastrófico que echa por tierra la celebración del aniversario de sus padres, Marnie decide alejarse de su familia. 


Para sobreponerse a su problema y dar un giro a su vida se muda a Londres a iniciar una nueva etapa. A partir de ahí comienza un camino de búsqueda: convencida de que abrirse a experimentar nuevos encuentros sexuales le permitirá apaciguar su mente, Marnie acaba inmersa en un sinfín de situaciones que suelen terminar en desastre. Como un juguete roto, fracasa estrepitosamente en sus intentos de vivir experiencias que le ayuden a entender lo que le pasa, causando bastantes estragos por el camino. Sin embargo, su personaje nos encandila por su encantadora torpeza, por su manera vitalista e imprudente de encarar la vida; por su capacidad de levantarse una y otra vez y alzar la cabeza ante cada recaída con el deseo de ser feliz.

Marnie va poco a poco superando el tabú y el estigma impuesto por la sociedad y por sus propias amistades, que etiquetan su trastorno como perversión e incluso bromean con el disfrute que este podría ocasionarle. En una escena cargada de dolor y de esperanza, Marnie brinda una lección de amor propio al espectador al decirle a su mejor amiga que se aleje de ella porque no se siente cuidada: “Creo que no deberíamos ser amigas durante un tiempo”/ “¿Estás rompiendo conmigo?” / “Te quiero, pero odio sentirme así cuando estoy contigo”.

La actriz, según un reportaje publicado en El País, afirmó que la autora del libro en que está basada la serie le ayudó a preparar el papel: “Una de las cosas que me dijo es que, cuando tienes un TOC, es importante que te recuerdes a ti mismo que esos no son tus pensamientos, no son una representación de lo que eres como persona. Yo tenía que encontrar una separación entre aquellos aspectos contra los que está luchando Marnie en su vida en general y aquello contra lo que lucha por el TOC”.

A lo mejor el aprender a poner nombre a lo que nos pasa, el saber mirarnos desde más allá de lo que nos duele y demandar de los demás esa mirada no solo es un ejercicio necesario de amor propio en estos tiempos de generalizada ansiedad y baja autoestima. Quizá es también un camino alentador para tejer espacios de comunidad y sostener vidas que, mal que nos pese y por culpa de la COVID y otras causas, van a seguir tocadas por la precariedad, la ruptura y la fragilidad.

Que los límites con los que nos topemos por el camino no nos impidan hacer de este año el mejor capítulo posible de nuestras vidas.

Feliz 2022.

 


 

 

martes, 2 de noviembre de 2021

Algo que ver con la vida

Como es habitual en los niños de su edad, Veda suele quedarse ensimismada jugando con el desayuno antes de ir al colegio. Su padre, de pie y listo para empezar la jornada laboral, extiende la mano para prepararse las tostadas ante una de esas mesas de cocina norteamericana en las que no falta de nada a primera hora de la mañana.

-Papá, no quiero preocuparte, pero mi pecho izquierdo se está desarrollando más rápidamente que el derecho. Eso significa una cosa: cáncer. Voy a morir.

Así arranca My chica (Howard Zieff, 1991); en apariencia, una de esas producciones concebidas para explotar el estrellato precoz de Macaulay Culkin –el niño travieso de Solo en casa– y condenadas a las parrillas de sobremesa de los sábados. Nada más lejos de la realidad. La película es una reflexión preciosa, dura y, a la vez, llena de ternura, sobre la muerte desde los ojos de la infancia.

          El fantasma de la culpa planea sobre Veda desde que su madre no superara las complicaciones del parto, pero la muerte forma parte del paisaje cotidiano de su vida. Su padre es el gerente de una funeraria instalada en el domicilio familiar y Veda se obsesiona cada día con las causas del fallecimiento de los clientes que llegan. Continuamente acude al médico desesperada asegurándole que tiene un hueso de pollo atravesado en la garganta o que padece preocupantes dolores de próstata.

          Quizá la imagen más desoladora de la película, por traernos de manera palpable a esa experiencia, es aquella en la que Veda contempla desde los barrotes de la escalera de casa el funeral de su amigo. Mientras tanto vemos en segundo plano a su abuela, una mujer muy mayor, cuya memoria marchitada hace tiempo que la ha alejado de este mundo. Es la incomprensión que sentimos cuando personas jóvenes y llenas de vida parten de forma inesperada mientras las sobreviven otras, en un lento proceso de apagarse y con un gran camino recorrido.

        Como le ocurría a Veda, la muerte se acomoda en nuestro escenario y nos preguntamos por ella. La pregunta ante la muerte forma parte de la pregunta sobre la vida. Recuerdo que hace varios años compartí una jornada de retiro con un grupo de personas –diversas en edad, procedencia y situación vital– que no nos conocíamos previamente. Era un sábado santo, ese día en el que los cristianos reflexionamos sobre el silencio e incomprensión que suceden a la pérdida, y se nos llamaba a compartir experiencias de muerte en nuestro entorno. Me llamó la atención la culpa tan poderosa que taladraba a una chica a raíz de la muerte de un familiar, al que sentía que no había correspondido con el mismo cariño que había tenido durante toda la vida con ella. Esa experiencia le había convertido en una persona mucho más generosa con la expresión de sus afectos, pero la imposibilidad de ofrecerlos a quien se la transmitió la llenaba de remordimientos.

 “A las personas no las enterramos; las sembramos para que den fruto”. 

Paradójicamente, las personas que más nos enseñan no suelen ser las que se benefician de nuestro aprendizaje. Quienes más generosamente siembran en nosotros no recogen los frutos de la semilla que depositaron. Cuesta entender esta lógica, quizá porque no encaja con el sistema que delimita las coordenadas en que nos movemos: cada cual está llamado a ganar de acuerdo a lo que “produce” e invertir en aquello o aquellos que le reporten. No se nos educa para entregar a fondo perdido.

El hilo fino que nos vincula a los que se fueron guarda poca relación con eso. Tiene más que ver con esa esa generosidad que nos mueve a cuidar la Tierra teniendo en cuenta a los que vendrán; con las decisiones de consumo que de vez en cuando tomamos pensando en el sostenimiento de comunidades y lugares lejanos que quizá nunca conoceremos o con ese enamoramiento que de vez en cuando nos atraviesa y nos impulsa a lanzarnos instintivamente al vacío, sin vislumbrar nada claro que haya una red al otro lado.

Para evitar mencionar el tabú de la muerte a menudo nos servimos del frío eufemismo “fallecer”. En otros idiomas, los vocablos albergan metáforas mucho más consoladoras. Los franceses emplean el verbo “eteindre” (apagarse, extinguirse), la misma palabra que se usa para referirse a las estrellas, cuya luz se va debilitando lentamente y sigue brillando, tímida pero fiel, durante mucho tiempo después de haber abandonado el firmamento.

Ante la pérdida de la gente a la que queremos las grandes respuestas de la religión, la ética y la filosofía suelen quedarse cortas. Los grandes aforismos caducan enseguida. A veces confortan más unos versos, un poema, una canción. En el fondo, solo cabe el silencio, el deseo de prolongar los frutos de la cosecha recibida y la única certeza de que esto de la muerte es algo que tiene que ver con la vida.