La
nochevieja siempre me ha parecido uno de los momentos más especiales del año.
Quizá sea por ese sabor nostálgico que me hace retrotraerme a la infancia
primigenia: el calor del encuentro familiar
en torno a la mesa, el eco de imágenes
de humor delirante de Martes y Trece, las campanadas, las uvas…
Y, como
siempre, parece momento de presencias y ausencias, de recuento de lo vivido
durante todo el año y también de propósitos, deseos y horizontes.
Se trata de
una fecha más y, al fin y al cabo, a lo
largo del año son muchos los momentos en los que podemos pararnos a reflexionar,
a hacer balance y a mirar hacia el mañana con ánimos renovados: cuando
empezamos un curso académico, cuando cumplimos años, cuando finalizamos una
etapa profesional , académica o personal… El final del año es sólo uno más de
ellos, envuelto, como toda la Navidad, en el rito y la rutina de comidas, regalos y
veladas familiares.
Pero a mí
me ilusionan y me motivan todos esos puntos de inflexión porque suponen nuevas
oportunidades , suponen coger aire para
mirar hacia adelante y abordar nuevos proyectos y continuar con los que
ya están en pie.
Y también
está el sentimiento agradecido y el poso de lo vivido en el año que se va: nuevos rostros, experiencias, encuentros y
mucha vida compartida. Personas, en definitiva.
Es
imposible, en un momento así, no pensar en la cantidad de familias que atisban
un mañana desolador y sin esperanza.
Son muchos
los hogares en los que, de un modo súbito, violento y certero, la enfermedad irrumpe
acabando con las ilusiones, las alegrías y la estabilidad del presente.
También la crisis azota a todos los niveles a muchas
las familias, nublando la posibilidad de realización de las personas mediante
la dignidad del trabajo y generando cuadros de pobreza crónica que acaban con
el bienestar y la alegría de las personas.
Ayer en la
Iglesia celebrábamos el día de la Sagrada Familia y, si por algo se caracteriza
la familia cristiana, es por la necesidad de no encerrar su felicidad en los
muros de los vínculos de parentesco, sino por entender la familia en el sentido
de comunidad donde la alegría y la tristeza no tienen sentido si no nos
alegramos con los que se alegran y no sufrimos con los que sufren más allá de
nuestro hogar inmediato.
Abrazar al
2013 es, para mí, abrir las puertas a un nuevo año con esperanza y con valentía y con el deseo
de que hacer camino sea caminar con otros, tender manos y despertar sonrisas,
pues como decía León Felipe, “no es lo
que importa llegar solo ni pronto, sino llegar con todos y a tiempo”.
Feliz 2013.
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