Cumplir
años, comernos las uvas, arrancar
páginas de un calendario o desechar agendas vencidas son signos que nos hacen tomar conciencia del paso del tiempo, de nuestro paso por el tiempo y, también, del paso del tiempo por nosotros.
Desde
antiguo, el tiempo ha sido una de las obsesiones del hombre ante el anhelo innato de trascender, de
perpetuarse o de ir más allá de una existencia que sabemos que es finita y
limitada.
Los
cánones de belleza cambian en cada cultura, en cada época y, sin embargo, todos
los imaginarios, todos los pensamientos y todas las estéticas asocian la
belleza humana a la juventud, como estado
de plenitud, vitalidad y amor
desbordante.
El
tópico del Carpe Diem en la literatura y en manifestaciones artísticas de
diversa índole nos invita al aprovechamiento del esplendor pasajero de la juventud
y de lo genuino e irrepetible de cada momento antes de que el tiempo con su
implacable discurrir nos robe la gloria y la belleza dorada.
Hace
unos días, una escena de una película con enorme fuerza emotiva me despertaba
la reflexión sobre el paso del tiempo,
el sabor amargo de envejecer y la nostalgia del pasado.
Se
trataba de Intervista, de Federico Fellini, en la que el maestro nos abría las
puertas de sus estudios, en el crepúsculo de su carrera, para hablar y retratar
su trabajo cinematográfico.
En
un momento de emoción y calidez familiar, Fellini se presenta, acompañado del
marchito galán italiano Marcello Mastroianni, disfrazado de prestigidator, en
la casa de la exuberante Anita Ekberg, junto a la que protagonizó muchos años
atrás La dolce vita.
Marcello,
con un simple truco, hace volver “los
bellos tiempos del pasado” trayendo al lugar el momento mágico del
encuentro entre ambos en la Fontana di Trevi.
Anita
y Marcello, ya maduros pero aún con el encanto embriagador de antaño, se
emocionan ante la escena. Cuando Marcello repite las palabras que le dedica a
la musa en aquella noche parece que la escena tiene lugar de nuevo y, sin
embargo, la magia se rompe rápidamente cuando le dice “¿Tienes un licorcito?”
Caemos
en la cuenta de que aquel momento es irrepetible y es imposible volver a él y, sin embargo, es
eso precisamente lo que lo hace inmortal, eterno, imperecedero…
El
tiempo, como arena que desaparece entre los dedos, pasa rápido y, a pesar de
que evitemos pensarlo, su discurrir nos
dibuja con una cirugía silenciosa las huellas de la experiencia, la fatiga de
los pasos y el regusto de los recuerdos.
A
mis 22 años recientemente cumplidos no es un tema que me quite el sueño ni que
me inquiete en exceso, pero no puedo evitar reflexionar sobre ello cuando me
relaciono con personas mayores y las contemplo en la serenidad del ocaso.
Y
ante esa realidad que nos azota día a día en la que vemos a nuestro alrededor tantas
muertes tempranas por accidentes de tráfico y agresivas enfermedades que asolan
a personas jóvenes, también siento el agradecimiento y la alegría de los que, con la mayor parte
del camino de la vida recorrido, disfrutan,
contemplando con sosiego el fruto de lo sembrado a su alrededor y viven
en la confianza de los suyos sin las preocupaciones sobre el futuro (trabajo, estudios,
familia, economía…) que nos agitan a los
más jóvenes.
Mirando
a mis abuelos comprendo el sentido de ese tiempo que atesora vida en abundancia
y nos brinda a los demás la presencia viva y tierna del que, en su entrega a los
demás, recibe y regala la felicidad más
plena.
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