miércoles, 30 de marzo de 2016

De este mundo a tu presencia




Hace no mucho tiempo, una persona sabia y querida me dijo que  “el dolor de la ausencia es el sacramento de la presencia”.  Esa ausencia habitada  que habla de presencia del que se ha ido  me recuerda mucho, en estos días de Pascua, a esas imágenes que ilustran los relatos de la Resurrección de Jesús.

Cuando tantas mujeres anónimas viven en la sombra de un mundo que sigue pensando, sintiendo y expresándose en masculino, el Evangelio, siempre nuevo y subversivo, le da la vuelta a las cosas y nos muestra, para una Iglesia y un mundo al que aún le quedan grandes pasos que recorrer para alcanzar la igualdad entre sexos, que es la mujer o, mejor dicho, las mujeres, las que, inmersas en la rutina del día y el afán de su tarea, descubren los signos de la Resurrección. Las mujeres, las privilegiadas depositarias del acontecimiento insólito que se da en medio de lo cotidiano.



Mi tía Mercedes debió de ser una de esas mujeres que, según narra Lucas, madrugaron el primer día de la semana y “muy de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado” y allí “encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro y entraron, pero no encontraron el cuerpo del Señor Jesús”  (Lc 24,1).

Quizá porque, como ellas, ninguna pasará a la historia colgándose los galones de un gran descubrimiento y, sin embargo, llevan en vasijas de barro la experiencia de toda una vida entregada a los demás. Un servicio de rebeldía y radicalidad incansable en la opción por los pobres y la justicia al tiempo que el cuidado y la ternura anónima y paciente.

En esta cultura del descarte de la que nos alerta del Papa Francisco, que extiende sus tentáculos por el mundo de la economía, la política y la sociedad, encontrar historias anónimas que se articulan y se desarrollan poniendo al más débil en el centro es un signo de esa Resurrección, ese acontecimiento silencioso y gratuito que pasa solo para aquellos que quieren ver  y encontrar o, más bien, para los que se dejan ver y encontrar por él.

Y es imposible entrar en ese dinamismo si no asumimos la dimensión y la óptica de los pequeños, de lo pequeño. Y también la de lo débil, lo roto, lo frágil, lo imperfecto.

Mi abuela Margarita debió de ser esa suerte de matriarca, de gran madre de familia que, con pocos recursos y mucha voluntad y carácter, sacó a una familia grande adelante, sin olvidarse de compartir con los que menos tenían en unos años muy difíciles.

Con cariño recuerdo una anécdota que me contaron de cuando éramos pequeños en la que, en una ocasión, aprovechando la ausencia de mi padre  (que había decidido no bautizarnos de pequeños a mi hermana y a mí por respetar nuestra libertad) mi abuela Margarita cogió a mi madre y le dijo: “Ahora que se ha ido ese cabrón de mi hijo, vamos a ir corriendo a la iglesia a llevar a los niños al cura para que los bautice antes de que vuelva.”


Toda una manera de estar en el mundo temperamental y apasionada que una caprichosa y negra sombra de destino  quiso sumir en la  mayor de las oscuridades con la enfermedad del Azheimer, que la ha consumido  durante veintiún largos años.


Quizá tenga razón mi hermana cuando dice que precisamente es la persona más ausente la que al final se convierte en la más presente cuando todo el cuidado gira en torno a ella. 

Ahora resultará extraño pasar por la habitación y ver una cama vacía, a pesar de que llevaba mucho tiempo siendo un lugar silencioso del que se podría haber pasado de largo en el que, aparentemente, no ocurría nunca nada: una estancia en la que solo se vislumbraba una respiración serena y cadenciosa, unas manos que mantenían su robustez en la lucha fatigada y una mirada de ternura dirigida desde la oscuridad del mundo, desde el abismo de la memoria.

Un doloroso proceso de degeneración que solo encuentra sentido en la entrega incansable de una familia y, especialmente, la de mi tía Mercedes que, después de dedicar los mejores años de su vida a Mozambique (en donde sigue latiendo su corazón al lado de los más pobres) como franciscana misionera de la Madre del Divino Pastor, renunció a esa vida para acompañar a Margarita en su marchitarse hasta pasar de este mundo a su presencia en la serena mañana del pasado Viernes Santo.

 “Algunos recuerdos se borran de la memoria, pero nunca del corazón.”

Así rezaba un spot publicitario que, hace algunos años, hacía campaña contra el Azheimer.


Solo con el corazón se puede leer el fruto de las manos vacías, de la entrega terminal. Y es toda una invitación a la Resurrección, a seguir madrugando cada mañana para perfumar los sepulcros vacíos que nos ayudan a ver que la vida solo se suma, se multiplica y se renueva en el cuidado generoso de lo frágil, lo roto y lo olvidado.





sábado, 19 de marzo de 2016

Geografías interiores



Comienzan unos días que transitan entre el esperado descanso vacacional de muchas personas,  la oportunidad de viajar y planear actividades que se salen de la rutina y la celebración, escenificación y representación, en las más variadas expresiones de la piedad popular, de una fiesta de marcada impronta cultural, religiosa y artística.

Pero algo más se apunta y se barrunta en estos días si afinamos los sentidos hacia las imágenes de la actualidad sangrante que grita afuera y hacia nuestros propios paisajes interiores.

 Cuando, hace poco más de un mes, comenzaba la Cuaresma, varias amigas de uno de mis grupos de música de cámara de Madrid me preguntaban (acaso esperando de mí una voz competente en materia religiosa) que qué era esto de la Cuaresma, qué significado podía tener hoy y cómo se podía uno plantear eso del ayuno.

La pregunta inquieta, el cuestionamiento sano, la búsqueda continua de los demás nos llevan a los que nos llamamos cristianos a muchas ocasiones que nos fuerzan  a actualizar y revitalizar nuestra manera de explicar, expresar, comunicar, e incluso vivir nuestra fe.

Después de darle algunas vueltas, les respondía a mis compañeras que entrar en la Cuaresma era una especie de invitación a recorrer nuestras geografías interiores.  De algún modo, todos los seres humanos, creyentes o no, experimentamos los mismos sentimientos y nos vemos envueltos en las mismas encrucijadas vitales, pero la fe nos ilustra toda una geografía de lugares comunes, paisajes recurrentes de la historia personal y compartida que nos ayudan a poner nombre e imágenes a lo que vivimos. Para mí es una narrativa que ayuda a dar respuestas o, al menos, a reconocerse acompañado en las preguntas.

            Esa llamada cuaresmal a la conversión tiene mucho de atravesar los desiertos interiores que nos habitan, el lugar donde nos confrontamos con nosotros mismos y percibimos la necesidad de sanarnos en nuestras heridas, en nuestros vértices, en nuestras aristas, para reconocernos acogidos y queridos desde fuera sin condiciones ( “Con amor eterno te amo” Jr 31, 3)  y aprender a ser verdaderamente libres y liberadores de los demás:

El ayuno que quiero es éste: que abras las prisiones injustas, que desates las correas del yugo, que dejes libres a los oprimidos, que compartas tu pan con el hambriento…” ( Is 58,6)

Como suele ocurrir, la realidad va más rápido de lo que esperamos  y frecuentemente la velocidad de los acontecimientos te da poco margen para integrar y digerir los cambios en tu propia vida, dejándote a la intemperie, sin respuestas ni agarres en medio de la actividad sin tregua.

            Para mí ha sido así. Como esos profesores que reconocen que es el ejercicio de enseñar a sus alumnos lo que les hace de verdad integrar continuamente sus conocimientos y estar siempre aprendiendo, quizá es mi responsabilidad en la JEC, que me lleva a recorrer kilómetros hacia norte y sur cada semana, presentar su proyecto, dialogar con gran variedad de personas del mundo social, político y eclesial…lo que me ayuda a hacer mía la pedagogía de leer el paso de Dios por mi vida.

Y esta lógica de la lectura creyente de la realidad, que abraza también la decepción y el fracaso como lugar de Dios, siempre descoloca, siempre sorprende, siempre te lleva a lugares nuevos y a veces incómodos. 

A veces, constatar que los cimientos firmes que creías que sustentaban un proyecto, un horizonte, una ilusión, una relación, se desmoronan de un día para otro, te lleva a pensar que lo nuestro es más bien acampar en la intemperie (“puso su tienda entre nosotros” Jn 1, 14), apostarlo todo respetando la libertad y los tiempos del otro y del mundo y confiar. 

O darte cuenta de que,  cuando la dificultad te ahoga, es esa persona que está lejos y camina descalza en la debilidad y la fragilidad, la que siempre te dedica “la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta.”


Comienza la Semana Santa y cuando regreso a esa geografía de la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús, me vuelven las imágenes, casi documentales, en austero blanco y negro, de la película de Pier Paolo Passolini y siempre me pregunto ¿Quién sino alguien como él, ateo, homosexual, perseguido y asesinado en extrañas circunstancias, una persona tan “lejana” a la Iglesia, hubiera podido retratarlo en el cine como alguien tan real, cercano y palpable?



La salvación viene de donde menos la esperamos, donde menos la buscamos,  y en esta Europa de la vergüenza nos estaremos condenando definitivamente si cerramos las puertas a los únicos que pueden salvarnos y hacernos comprobar que todavía late algo en la superficie de este occidente gris e indolente.


Se trata de eso. Siempre es lo mismo. Atreverse a vivir con pasión y compasión, ser valientes para poner en valor (aunque duela) los sentimientos, pues solo lo que venga de ahí habrá merecido la pena y, quizás, la única auténtica de las alegrías.