domingo, 31 de diciembre de 2017

Las manos de Dios deben de ser como las tuyas





Las manos de Dios deben de ser como las tuyas,
con ese calor
a vida recién traída.
Con esa
calma nocturna
que habita silencios y aquieta heridas.
Esa
agitación
que, en la espera, delata palmo a palmo
la impaciencia nerviosa de aguardarnos.


Tus manos vienen de ayer, saben de muchas cosas.
Han tentado el tiempo, la lucha, la poesía.
Se han alzado, indómitas, por causas que una vez
se alumbraron con dolores de parto y utopía.


Tus manos del sur tienen fragancia oscura,
perfume que en la noche se estremece.
Heladas, se despiertan al tocarte,
estallido de mil peces, agua viva.


Tus manos del norte son manos guerrilleras
que sudan, tapan, sienten, rozan, piden.
Abrazan, calman, cuidan, permanecen.
Sostienen desde el fondo. Atrás, anónimas,
militan por las venas de la historia.


Son tus manos, en fin, arqueología
del Reino.
Buscan huellas perdidas en la noche,
caminantes abatidos en la orilla.


Pintan tus manos, a fuerza de intuiciones,
sueños blancos de esperanza colectiva,
mañanas de un mañana que promete,
salvaje,
memoria, libertad, justicia y vida.






Imagen: mural de arte urbano en las calles de Salamanca

domingo, 19 de noviembre de 2017

Raíles hacia el progreso


Con un sol de justicia quemando la dureza de una tierra manchada de olvido y la aridez de un paisaje indomable, Claudia Cardinale se bajaba del tren para saldar las cuentas con un pasado que se resistía a desaparecer. Hasta que llegó su hora o, en su traducción original, Érase una vez en el oeste (Sergio Leone, 1968) suponía para el western, género cinematográfico icónico-masculino por excelencia, la primera vez que una mujer, más allá de ser mero objeto y causa de disputas entre grandes arquetipos de virilidad, ocupaba el eje central de una trama y asumía en soledad el timón de un destino personal, histórico y colectivo.


La maravillosa película que el romano Sergio Leone dirigió en 1968, ambientada en las postrimerías de la Guerra de Secesión americana, representaba el epílogo de un mundo que se extinguía y la obertura de un nuevo tiempo marcado por el nacimiento de la modernidad.

A un lado, el salvaje oeste, universo de antihéroes solitarios, historias individuales de lucha y redención y tierras sumidas en el abandono. Al otro, la belleza italotunecina y la inspiradora personalidad de Claudia que, con  el tren, traía las medidas del futuro y la civilización y un nuevo orden de la vida marcado por la comunicación y la apertura al exterior.

El ferrocarril y sus vías en construcción, marco de fondo de toda la película, representaban la metáfora del progreso y la llegada inexorable de la modernidad frente a un sistema en extinción que daba sus últimos coletazos. Esta imagen, sugerente y evocadora, representaba el cambio de una época y, releída con el tiempo, nos habla hoy de la importancia que tienen las infraestructuras y el desarrollo para el progreso de los pueblos y el avance de las sociedades.

El momento social y político que atraviesa nuestro país, con el debate territorial encima de la mesa al hilo de la cuestión catalana,  ha surgido como un tiempo propicio para reflexionar sobre el marco de convivencia que regula la vida de las gentes en el espacio que compartimos. Hace tambalearse, desde el plano lingüístico, la objetividad de ciertos conceptos acuñados y asumidos como inamovibles en nuestra conciencia colectiva (Estado, nación, región) y ha hecho, desgraciadamente, resucitar ciertos fantasmas que desfilan bajo la forma de excluyentes radicalismos identitarios de diverso signo. Cuando las bandeas ondean no como expresión de la pertenencia geográfica que enraíza y da identidad y riqueza a la vida de los pueblos, sino como ariete de la diferencia y emblema de la confrontación, el diagnóstico de nuestra sociedad empieza a pasar de grave a muy crítico.

Pero toda esta coyuntura apunta y pone el foco también en una herida sangrante que nos hace tomar conciencia de la injusticia y la enorme brecha de desigualdad que padecemos entre nuestros propios territorios.

Extremadura es la única comunidad autónoma sin un kilómetro de vía férrea electrificada, ni vía doble, sin líneas de larga distancia. Quienes vivimos fuera de ella sabemos lo que es viajar en esos trenes antiguos que, a menudo, salen con retraso, se detienen en mitad de su trayectoria y no invierten menos de seis horas en un recorrido que, en coche, se realiza en poco más de tres.

Nuestra región es una de las más pobres, con una realidad rural profundamente desatentida y con una riqueza cultural, social e histórica poco reconocida y valorada.



La reivindicación por un ferrocarril decente viene tomando forma desde que, hace varios meses, la ocurrente plataforma ciudadana Milana bonita, formada por personas que homenajeaban a los costumbristas personajes de Los santos inocentes, se presentaron en la estación de Atocha denunciando el abandono y el olvido de las tierras extremeñas por parte de las instituciones y reclamando un sistema de transportes digno que facilite nuestra conexión con el resto de territorios del Estado.

Ayer, miles de personas se congregaron en la capital y clamaron por un Tren digno para Extremadura. A pesar de la reivindicación unánime, hay voces críticas que apuntan que la instalación del AVE podría significar la llegada de un medio cuyo uso no estaría al alcance de todas las personas y podría suponer un desmantelamiento encubierto de la vía de la plata, señalando como mejor solución la habilitación de un tren convencional de altas prestaciones y sostenible.

Pero es indudable que, salvando estos matices importantes que marcarán la diferencia entre una resolución del tema arbitrada solo por políticos o que mire, escuche y se consensue con las voces de otros colectivos, esta lucha, a la que se han sumado con vigor los obispos de las diócesis extremeñas respaldados por sus presbiterios y el conjunto de personas laicas, comunidades y movimientos que formamos la Iglesia, sirve para poner otros acentos en medio del esperpéntico escenario social y político actual de esta España nuestra.


Y afirmar, con urgencia, que el diálogo en torno a los territorios, las fronteras y las identidades al que estamos abocados si queremos concebir un nuevo marco de convivencia en que todas las personas estemos a gusto no será equitativo, exigente y con planteamientos verdaderamente humanos (y, ¿por qué no, cristianos?) si no se ilumina con serias implicaciones políticas, sociales, económicas y fiscales y con criterios de justicia y solidaridad entre los pueblos que sepan poner la mirada y el corazón en las personas y comunidades más pobres, olvidadas y desfavorecidas.







jueves, 26 de octubre de 2017

Backstage



Backstage
(el sueño de la razón produce monstruos)

apaga las luces/ ya es de noche
hoy toca
sesión nocturna de fantasmas
hoy toca
descenso en vertical por las aristas fatales del deseo
vigilia cerrada en la noche
de púlpitos pretéritos

en el silencio arrancado de la madrugada
se desploman abatidos bajo fuego amigo
los hijos amargos de las ideologías
y se consumen las banderas
bajo llama humeante de estelas esteladas rojiigualdas
fumata negra que anuncia
la muerte de la razón
apuñalada entre agónicos gritos
bajo la absurda supremacía
de mía/tuya/nuestra/vuestra/suya todoesplendorosa nación



quedará el poema
quedará la flor púrpura agostada bajo tu vientre

es tu nombre
es tu olor a albahaca y a trinchera es
tu música callada
la que añoran
las tramoyas oxidadas del recuerdo

el tránsito

velado

por los pliegues antiguos de tu cuerpo







sábado, 26 de agosto de 2017

De desiertos lejanos


                Con el gesto derrotado, el alma atormentada por el horror de la guerra y el anhelo de justicia y de redención como obsesión vital , el excombatiente Ethan Edwards, inolvidablemente interpretado por John Wayne en  Centauros del desierto (John Ford, 1956) emprendía un viaje crepuscular hacia la búsqueda de la mirada tierna de una niña, su sobrina, que los indios comanches (salvajes estereotipados en el imaginario patriótico-poético del western clásico norteamericano) secuestraron vilmente, arrebatándole la infancia con una muñeca entre sus manos.


            El personaje de Wayne apenas disimulaba su racismo, odio y aversión hacia una raza, sentimientos que había ido fraguando, a lo largo de su vida, en su lucha militar y sus conflictos interiores. Y el emprender esa búsqueda para encontrar y rescatar a su sobrina junto a un joven mestizo le pone en continuo contraste y cuestionamiento con sus valores más arraigados en un recorrido que se torna una suerte de viaje iniciático, un camino de descubrimiento personal y colectivo donde aflora y se revela la cara más esperanzadora al tiempo que la más terriblemente desgarrada y cruel de la especie humana.

            Cuando, tras todo aquel periplo, Wayne encuentra finalmente a su sobrina en medio del campamento comanche, descubre, desolado, que ya no queda nada en ella de aquella niña que fue. Se trata de una desconocida que se ha inculturado totalmente en la vida y las costumbres de los indios, fiel servidora de una causa bélica ajena a su origen y que reniega y rechaza cualquier vínculo con su vida, su identidad y su historia anterior.
           





               Tras los atentados de la semana pasada en Cataluña, el autodenominado Estado Islámico ha lanzado el primer vídeo en que amenaza abiertamente a España con nuevos ataques, reivindicando las muertes de Barcelona y apelando a la reconquista de Al Ándalus como tierra de califato. Y lo hace un chico español, originario de Córdoba, que se expresa en la lengua de Cervantes y de Cortázar.


            Las reacciones no se han hecho esperar y, después de una semana de shock, de alarma social y de una enorme polarización del pensamiento en la opinión pública y, especialmente, en las redes sociales, parece bastante terapéutico, lógico y legítimo (muy a pesar de algún periodista de El País) reivindicar el humor al ridiculizar la figura de Yassin, "el hijo de la Tomasa", como una respuesta sanadora de una sociedad conmocionada a quienes pretenden sembrar el terror, uniendo esto a la solidaridad con las víctimas y al grito unánime de "No tinc por".

            Muchos han sido los memes, los vídeos y los comentarios ocurrentes e ingeniosos que hacen burla del malogrado camino de un joven que ha sido, como tantos, objeto de la radicalización extremista del yihadismo.

            Sin embargo, pensar por un momento en la figura de esos abuelos que, discretamente, han aparecido en los medios de comunicación rotos de dolor al reconocer en ese terrorista al niño que jugueteaba de pequeño en su casa de Córdoba y que lamentan haber perdido a su hija en el momento en que contrajo matrimonio con un posesivo yihadista radicalizado, me remite a esa escena de Centauros del desierto en que John Wayne descubre con tristeza cuál ha sido el destino de su sobrina. Con toda su carga de derrota, de constatación trágica de una transformación incomprensible en una persona que rompe con el arraigo y la identidad más profunda en pro de un viaje sin retorno al radicalismo y una entrega sin concesiones a la locura irracional.

            Decía hace algunos años el nunca suficientemente valorado, reconocido ni, por supuesto, juzgado como criminal de guerra Aznar que los que habían ideado los atentados terroristas de Atocha no estaban "ni en montañas lejanas ni en desiertos remotos", manteniendo, aún mucho tiempo después de demostrada la autoría de Al Qaeda en los atentados, las famosas teorías de la conspiración.

            Tristemente, parece que esta vez era cierto, pues tanto quienes ejecutaron la matanza de Barcelona como quienes anuncian nuevos ataques no nacieron al calor de desiertos lejanos, sino que son personas jóvenes nacidas y criadas en nuestras ciudades, en nuestras escuelas, en nuestros barrios.



            Se trata también de víctimas, de historias de vida probablemente truncadas que han abrazado una ideología fanática y homicida ante una realidad social, cultural y familiar que no ha sabido o no ha podido darles respuestas y evitar la injerencia de idearios fundamentalistas que anulan la identidad y la personalidad del individuo y siembran su veneno en las mentes y espíritus más débiles e influenciables.


            Contemplar estos hechos y el devenir asesino de sus protagonistas pone también el foco en los procesos educativos y de socialización de nuestro mundo, en la capacidad que tenemos de dar respuestas personales y colectivas, de integrar y de acompañar a las personas.


         "¿Cómo puede ser, Younes? ¿Qué os ha pasado? ¿En qué momento...? ¡Qué estamos haciendo para que pasen estas cosas! Érais tan jóvenes, tan llenos de vida, teníais toda una vida por delante..."

            Eran las palabras de Raquel, educadora social que trabajó con uno de los chicos integrantes de la célula terrorista.

         También están siendo muchas las reacciones que vemos en nuestras conversaciones cotidianas y en la opinión pública que se entregan rápidamente al juicio fácil que asocia, peligrosamente, el terrorismo de signo yihadista con el Islam en general. Que estigmatizan a las personas por profesar esta religión (u otras, o cualquier religión en general), por ser extranjeras, inmigrantes... y que apelan a la expulsión, al cierre de fronteras o a la contundencia de las respuestas militares en países como Siria.

         Es el termómetro de una sociedad, la nuestra, a la que, si bien lleva a sus espaldas memoria, historia y heridas suficientes como para haber alcanzado la mayoría de edad a la hora de acercarse y reflexionar con serenidad sobre el fenómeno del terrorismo, sus causas y la manera de responder a él, le queda aún mucho por aprender.


           
            Mucho nos estaremos equivocando si no somos conscientes de que, además de las medidas que se tomen para combatir el terrorismo a nivel policial y militar, habrá que indagar en las consecuencias y el coste de las relaciones económicas y gubernamentales que nuestros estados, gobernantes, monarcas y demás representantes mantienen con quienes amparan y promocionan la difusión de interpretaciones religiosas que alimentan esta espiral de violencia.


            Pero, sobre todo, nos equivocaremos, y mucho, si no entendemos la importancia de transitar caminos que ahonden más en los procesos personales y educativos, en la integración social, el diálogo entre distintos credos y expresiones de fe y la necesidad de recuperar, desde las diferentes creencias (reto fundamental) y desde fuera de ellas, narrativas humanizadoras que pongan a la persona en el centro frente a la basura de idearios que formatean las mentes haciendo, de personas libres, autómatas para causas suicidas, fanáticas e imposibles.







jueves, 17 de agosto de 2017

Ropa tendida




Despiertas antes que yo
y me dices
que ha pasado la tormenta, amor
y a mí se me hace raro
ahora que la lluvia no es más que un recuerdo, ese olor
que llevo puesto en la infancia
cuando paseaba con mi abuelo por la mañana
buscando caracoles en la tierra mojada.

Y ahora se me hace raro
despertarme tarde y dejar entrar el sol
por la ventana, por la terraza, por el balcón
con esa luz mediterránea
que nunca pide y siempre se da
(quienes saben la comparan con la brisa de ese Dios que viene de fuera).

Y dices que si logramos esperar un poco más
será porque merece la pena
todo lo que está por llegar.

Yo he viajado, he escuchado, he contemplado
y puedo asegurarte, amor,
que he presenciado ese florecer de la vida
detrás/a pesar de las alambradas, los muros y las verjas.

(Ese florecer
que nos llama
desde el fondo de la escena
como un reclamo salvaje
de primavera)

Te he visto llegar, a lo lejos,
bajo esos rayos que se cuelan
entre la ropa
que hemos puesto a secar al sol.

Y hay un olor a comida recién hecha
y partituras revueltas sobre el piano.
Y entre valses, preludios y una invención a medias
creo que si madrugo
aún me queda tinta y tiempo, corazón.

Y si tú llegas 

temprano

te diré
que aún me queda tinta y tiempo,
que aún me quedan 

oberturas
para el sueño

de esta noche de verano.








viernes, 21 de julio de 2017

Ellas



Una vez hablaron de ella en la crónica de sucesos televisiva.
Era una mujer sencilla,
una niña de su barrio,
una señora de casa,
una chica de provincias.

Frecuentaba la fruta de temporada en el mercado por la mañana temprano
y paseaba por horas a un señor mayor.
(no iba a la escuela en verano)
Se emocionaba con las novelas de siempre y las canciones de autor.

Con mucho esfuerzo, o con poco, estudió un máster, un grado
o no estudió nada (pues en su época y lugar no era lo propio o no se llevaba)
pero cultivó la sabiduría
de las manos atentas que amasan y miman
el tiempo, la lucha y la paciencia.
La sabiduría del calor palpitante en el vientre,
los flujos portadores de la vida
y la ternura subversiva de la tierra.

No le explicaron muy bien, o se lo explicaron tarde (igual no quiso enterarse)
el por qué de tanto trato favorable.
Aprendiendo, asumiendo, asimilando
de la mano de los mejores maestros:
Las damas primero” o “las niñas bonitas no pagan dinero”.
Y, de los mismos autores, llegaron más adelante:
con faldita, y mejor si es corta” o “pásate después de clase”.
Hazlo como le guste a él”, “si duele, más vale callarse”.

Un día 
(fue contra todo pronóstico, sin encomendarse a nadie)
madrugó, se puso las sandalias.
Pedaleó deprisa,
soñó en voz alta,
amó lentamente
y llenó la plaza
con el grito sesgado y marchito de cien flores arrancadas.

Cosió con punto preciso
los retales, los jirones
esparcidos por el campo de batalla.

Si nacemos a lo nuevo
que sea con las manos manchadas.
Que no se acostumbre el tiempo, que no se acostumbre el cuerpo,
que no se acostumbre el alma.
Que no se olvide la historia
de la sangre y el sudor.


Y quédate bajo este sueño de mil astrales memorias,
de venas que se dilatan hacia rincones perdidos de pueblos
que guardan, con vuestros nombres, 
estelas de corazones
en un vuelo azul y firme
que nadie detiene. Que nadie
enjaula, a su paso, la brisa
ni cerca las olas del mar
ni agarra el soplo del aire.





Imagen: Mural Arte, Amor y Libertad. Bárbara SiebenList ( Barrio de Lavapiés, Madrid. 2017)

domingo, 25 de junio de 2017

Abrazar la diversidad



          Madrid empieza estos días a vestirse multicolor. Se acerca la fiesta del orgullo, una cita que, en pocos años, ha pasado de ser un mero evento, con muchas dosis de exceso y espectáculo, nacido del deseo y la necesidad de visibilización de muchas personas gays y lesbianas que, hasta ese momento, habían vivido su orientación sexual rodeadas de complejos y en secreto ante la sociedad, a convertirse en una fecha que, apoyada desde las propias instituciones, se erige en celebración de la diversidad y reivindicación del respeto, la tolerancia y la normalización de toda la comunidad LGTB.

 En Badajoz, cuando nuestro agreste exalcalde quasi vitalicio Miguel Celdrán no dudó en sacar pecho en un medio radiofónico de difusión nacional calificando de “palomos cojos” a estas personas y afirmando que allí “estábamos todos muy sanos”, se desató la famosa Caravana de Palomos cojos (Los palomos, con el tiempo) que un Partido Popular con su usual visión estratégica y empresarial supo asumir inteligentemente desde el plano institucional, haciendo “de la metedura de pata, virtud” y convirtiendo también a Badajoz en ciudad de la diversidad.

    Está asunción de la visibilización y el trabajo por los derechos de un colectivo desde el plano institucional es un cambio significativo y supone un camino de comunicación de ida y vuelta entre unos representantes políticos y una sociedad que empieza a entender que no solo se trata de mirar a un grupo determinado de personas con respeto, sino de acoger y hacer suya, plenamente, la causa del abrazo a la diversidad en nuestro mundo.

Como ocurre con todas las grandes problemáticas sociales, el cambio empieza a ser posible cuando la sociedad se sensibiliza y lo que le duele a un grupo en materia de injusticia y discriminación nos duele a todas las personas. Muy lejos quedaron aquellos sketches de Martes y Trece de “mi marido me pega”, que palidecen con el paso del tiempo y nos causan estupor de pensar lo normalizado que era, en aquella época en la que las crónicas televisivas hablaban de “crímenes pasionales”, asumir que la violencia del hombre contra la mujer era una cuestión meramente doméstica reducida al fuero privado, derivada en muchos casos de los avatares normales de una relación de pareja.


      Queda mucho trabajo por hacer en este ámbito, ante la flagrante realidad de tantas mujeres que son, aún hoy, maltratadas, silenciadas, reprimidas y asesinadas, pero poco a poco se empieza a tomar una conciencia de que este tema nos implica a todas las personas, y el ponernos otras gafas y asumir otra mirada nos permite ver todo lo deudor que hay en nuestras prácticas, nuestra cultura, nuestra sociedad y nuestro lenguaje de una manera de entender el mundo, la vida y las relaciones asentada sobre cimientos desoladoramente desiguales, patriarcales, machistas y jerárquicos.

Hoy, cada vez son menos las personas que piensan que eso de la cuestión feminista solo implica a un cincuenta por ciento de nuestra población, y se empieza a asumir con naturalidad que la necesidad de visibilizar y normalizar la presencia de la mujer en lo público, lo político, lo social o lo económico es una tarea colectiva que no va en detrimento de nadie. Un imperativo de justicia para corregir una desproporcionada inclinación histórica de la balanza. Y que no es posible avanzar en otra comprensión de la política, la ecología, la economía, las relaciones entre las personas y con el mundo sin abrazar esta perspectiva integral de la vida.

La Iglesia católica, que para esto de los cambios suele ser un pesado transatlántico con rumbo obstinado y avance lento pero que, por otro lado, goza de una polifonía de opiniones, expresiones y carismas que conviven en una comunión mucho más armoniosa que, por ejemplo, las diversas tendencias de un mismo partido político, tiene ante sí el reto de sintonizar decididamente con la sensibilidad actual, sabiendo ofrecer una voz sólida y autorizada de acogida y respeto ante la pluralidad.

El Papa Francisco, a pesar de hablar mucho sobre el matrimonio y el amor de pareja entre el hombre y la mujer en su Exhortación apostólica Amoris Laetitia, sostiene que “debemos reconocer la gran variedad de situaciones familiares que pueden brindar cierta estabilidad” (imagino que porque hoy es osado hablar de estabilidad plena en cualquier situación familiar teniendo en cuenta las circunstancias económicas y laborales). El Pontífice ha sabido, con certera intuición y, sin cambiar casi un ápice de la doctrina, abanderar un cambio sustancial al poner el foco y el acento en la misericordia y la acogida, cerrando filas ante tanto juicio estéril y condena unilateral por parte de muchas voces que se han erigido durante demasiado tiempo en custodias de la “recta praxis” en nuestra Iglesia.

Recuerdo, hace un par de años, un encuentro organizado por la Delegación de Pastoral Universitaria de la Archidiócesis de Madrid, en el que un sacerdote le preguntó al arzobispo Carlos Osoro sobre cómo ayudar a una persona transexual que estaba viviendo en la calle en condiciones de marginalidad a salir del pecado sobre el que había fundamentado su existencia.

La respuesta del cardenal, lapidaria y disuasoria, fue la de preguntarle a ese sacerdote que quién era él, y quiénes somos nosotros, como Iglesia, para emitir un juicio como ese.

     De igual modo ocurrió con la famosa polémica de la campaña de autobuses de HazteOír en contra de la educación inclusiva con la comprensión de la realidad de las personas transexuales, que fue hervidero de reacciones y expresiones grotescas desde diversos frentes que iban desde un espectáculo de carnaval que ridiculizaba el imaginario cristiano de la Semana Santa hasta la desafortunada afirmación de un prelado que comparaba la tragedia que representaba dicho espectáculo con un accidente de aviación. Ante esto, el semanario Alfa y Omega, medio oficial de la archidiócesis de Madrid, publicó un editorial en el que, además de desmarcar a la Iglesia diocesana de la campaña de los autobuses, abogaba por la tolerancia, el respeto y el abrazo a la diversidad ante tanto despropósito.

Para mi sorpresa, vi cómo algunas personas de referencia en el mundo asociativo juvenil que, además, son personas lejanas a la Iglesia y a la religión y profundamente críticas con la institución, compartieron dicho editorial haciéndose eco y suscribiendo plenamente el posicionamiento del cardenal al respecto.

   Esto me hace reflexionar sobre cuál es la autoridad que debemos ir conquistando como Iglesia: una autoridad que nace del reconocimiento externo, ganado desde la coherencia del predicamento y la práctica ante una realidad social fuertemente polarizada y que necesita de voces lúcidas y serenas de acogida y comprensión. Solo ganando esta autoridad con posturas constructivas para toda la sociedad podremos ganar en legitimidad para hablar de otros temas y para defender, cuando sea el caso, la presencia normalizada y la aportación de la Iglesia en el espacio público.

    Estos pasos que se van dando pueden ser algunos símbolos que, por su alcance, van ayudando a dar forma  a otra imagen y a otro discurso, pero aún hay mucho trabajo por hacer y el abrazo a la diversidad tiene que avanzar, tanto en la sociedad como en la Iglesia, desde la denuncia, reivindicación y visibilización de buenas prácticas y gestos significativos, hacia la incorporación plena y con naturalidad de esta diversidad en la psicología, los esquemas, las dinámicas y las prácticas de nuestra vida.