Dicen que la
humanidad se condenó
el día en que
convertimos en insulto
la palabra “vividor”.
No sé en qué
funesto momento, en qué desafortunado instante
equivocamos el
rumbo
dando a quienes
tomaron
como máxima
primera e irrenunciable
la vida
el mayor de los
desplantes.
Una suerte
parecida debió de correr la voz “amante”,
relegada, por los
siglos de los siglos,
al terreno de lo
oculto, lo prohibido,
lo profano,
inconfesable.
Paradoja extraña,
absurda:
ejercitar entre
las sombras
el acto tan humano
(y, por tanto,
incontestablemente divino)
de amarse.
Se impone,
entonces,
pedir perdón por
todo el daño causado,
recuperar el
tiempo perdido,
consagrar antiguas rutas,
trazar nuevas
sendas,
resucitar viejas
ilusiones.
Se precisa
reclamar, como lícita,
la pasión por el
presente
sin cláusulas ni
condiciones.
Se exige
restaurar, con justicia,
a las manos que
bordan
y a las bocas que
se desbordan.
Reivindico los
fracasos, las heridas,
las secuelas de
toda travesía.
Reivindico los
amores
a plena luz de
vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario